lunes, 2 de julio de 2012

Erotismo

Antes de empezar advertir
1º: que si eres menor de edad no debes leer lo que sigue y
2º: he procurado no ser demasiado explícita, ni soez, con las descripciones pero si en algún momento consideras que tu sensibilidad puede resultar herida tampoco debes leerlo.
Para el resto del mundo mi relato.
Ring, ring (suena el teléfono).
_ “Buenas tardes, sala de arte RADINFORM, ¿dígame?”
_ “Adrián, he quedado ahí con mi hermana dentro de 10 minutos pero no voy a poder pasar; Javier Luengo me ha pedido que le lleve el borrador de su exposición al club de tenis. Estoy intentando llamarla al móvil pero comunica, ¿te importaría explicarle lo que necesitamos?”
_ “No te preocupes Raquel, la dejas en buenas manos”.
_ “Gracias, te debo una”.
Cuando su socio colgó el teléfono se encontró con una leve sonrisa dibujada en su rostro. Se sentía secretamente atraído por Marta y ahora tendría la oportunidad de estar un rato con ella, a solas.
Marta miró el reloj. Pasaban 15 minutos de la hora acordada. Llamó al timbre mientras buscaba una excusa convincente que presentarle a su hermana. Se abrió la puerta.
Cuando vio quien estaba al otro lado se descubrió sorprendida y azorada, y para disimular saludó de la manera más natural de la que fue capaz. Por supuesto sobreactuó tanto que cualquiera la hubiese tachado de mala actriz en ese momento.
_ “Hola Adrián, cuanto tiempo, no esperaba encontrarte aquí un Domingo por la tarde, ¿tenéis tanto trabajo?”
Hablaba atropelladamente, que Adrián estuviese allí la había puesto nerviosa. Le resultaba un chico muy atractivo. Echó una mirada rápida y no vio a Raquel.
Preguntó por ella y Adrián la informó: _“No va a poder venir, me ha pedido que sea yo el que te cuente lo que queremos”.
_ “De acuerdo, cuéntame”.
_ “Siéntate aquí, te lo iré explicando en la pantalla”.
Él estaba situado justo a su espalda, ligeramente inclinado hacia delante, la mano derecha sobre el ratón, su cabeza muy cerca de la suya. Su boca pegada a su oído. Las palabras eran aire suave y caliente vertido directamente en su cerebro. El aliento le olía a café. Ella estaba algo mareada. Tragaba saliva constantemente pero sus papilas no hacían sino segregar mucha más al instante.
_ “Adrián, deja de susurrarme las indicaciones al oído o acabaré arrancándote la ropa a mordiscos”.
_ “¿Y qué te hace pensar que no quiero que acabes así?”
_ “Estoy hablando en serio”.
_ “Yo también”.
Le miró a los ojos y supo que no bromeaba. Ella se levantó y le besó con intensidad. Sus lenguas jugaban a encontrarse dentro de sus bocas, luego el recorrido se amplió y salieron a conquistar otras partes de su anatomía. Con delicadeza la fue desabrochando la blusa poco a poco, hasta que le resbaló por los hombros y cayó al suelo, la visión de su voluptuoso pecho, apenas cubierto por un sujetador transparente, consiguió que se le hiciese la boca agua. Ella le quitó la camisa, un torso musculoso y bien torneado la puso en situación. Se abrazaron, él la estrujaba contra la pared. Su peso caía sobre ella dejándola poco poder de maniobra, él pasaba su mano por el centro de su cuerpo, con decisión. Las caricias eran firmes y eso la excitaba más. La extremada sensibilidad de algunas zonas facilitaba que un ligero roce se tradujese en una fuente de placer instantáneo.
Los dedos juguetones de Marta llegaron hasta el cinturón de Adrián, lo desabrocharon fácilmente y siguieron sin tregua hacia la cremallera del pantalón. Él se dejaba hacer entre divertido, sorprendido y ansioso. Le introdujo sus manos bajo la falda, acarició sus muslos suavemente y notó su disposición. Ella aspiró una bocanada de aire, lo retuvo y se tensó, cerró los ojos y se abandonó.
Con las piernas le rodeaba la cadera. Estaba enganchada a él y tan compenetrados que los movimientos, de su particular coreografía, marcaban un compás perfecto.
Les costaba respirar, jadeaban entrecortadamente, el corazón les iba a mil, el calor les inundaba y el sudor empapaba sus cuerpos. El ritmo empezó a ser aún más frenético, con cada impulso llegaba también un arañazo, un mordisco o un grito de gozo.
Hasta que el mundo se detuvo en una fracción de segundo y el éxtasis les otorgó una convulsión decisiva que los acercó más si cabe.
Más tarde, sentados en el suelo, uno al lado del otro, desmadejados, con la cabeza apoyada en la pared, los ojos cerrados y la boca entreabierta, todo comenzó a calmarse. Los ahogos se fueron normalizando, pero la satisfacción y el cansancio les permitieron asegurar que esta no sería su última vez.

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